Hoy fue un día normal. Las primeras noticias que leí al despertarme, en las redes sociales, fueron sobre nuevos despidos, esta vez en la Casa Rosada y en el Ministerio de Cultura. Todavía me quedaba el sinsabor de la noche anterior, cuando antes de irme a dormir me enteré que habían echado a trabajadores en el Banco Central. Uno de ellos, ex compañero mío en la Facultad. Para no arruinarme del todo el desayuno, puse música, mientras preparaba las cosas para enfrentar, si me lo permitían, una nueva jornada laboral.
Caminar desde Retiro hasta la oficina es una de las rutinas que más disfruto desde hace 8 años, cuando empecé a trabajar en el Estado. Voy con esa sensación de amanecer, cuando crees que todo está al alcance de lo que te propongas. Esa mañana pensaba en un paper que estaba escribiendo, sobre la relación de las clases medias con el primer peronismo. Quería terminarlo antes del fin de semana, para presentarlo como ponencia en un Congreso que se iba a hacer en marzo, en Uruguay. Para algo tenía que servir quedarse todo el verano en Buenos Aires.
Me asusté cuando me agarraron fuerte del brazo. No entendí hasta que levanté la vista y vi que era mi amigo Juan. ¿Yendo para el trabajo? Sin que se le haya ido aún la sonrisa inicial, me contó que lo habían echado. Era esperable: estoy hace cuatro años, pero como contratado. Lo decía con una naturalidad y crudeza que íntimamente envidié. Hoy hacemos una marcha, pero le tengo poca fe. La gente en general apoya los despidos.
Me sentí hasta un poco culpable cuando le conté mi situación: el concurso que gané para planta permanente ya hace dos años, las demoras burocráticas para que se sustancie, y el año de prueba hasta quedar efectivo que recién se cumple el 1 de abril. Faltan 91 días y zafo, le dije a modo de resumen. Ya no pienso cuando recito ese libreto. Amigos, familiares, conocidos y no tanto, sufren con frecuencia mi repertorio. No vas a tener problemas, me dijo Juan. En Cultura, de los 500 que echaron solamente 15 estaban en una situacion similar a la tuya. No logró tranquilizarme.
Cada interlocutor arma su propio “PRODE” sobre mi futuro laboral: “no te van a rajar”; “van por los contratados, no por los de planta”; “mirá que en el año de prueba te pueden echar sin justificación”; “la gente los votó para eso”; “¿estás viendo de conseguir otro trabajo”? Estas frases tardan segundos en ser pronunciadas, pero retumban en mis oídos mucho tiempo. Un pronóstico me puede llevar, sin escalas, a la euforia o a la depresión, sin importar que el que lo diga sepa o no del tema.
Lo peor de la caminata es el último tramo. Tengo muy presente las imágenes que se suceden a diario: empleados a los que se les pide en la puerta el DNI para controlar si están en la lista de despedidos. Como acto reflejo, me aseguro a cada rato tener mi documento. Finalmente llego a la esquina: apenas doble, podré saber cuál es la situación. Lo primero que veo es un Policía en la puerta. Pero me tranquilizo enseguida. No hay requisa: puedo pasar.
La alegría no dura mucho. Mi oficina está llena de compañeros. Nada planeado. Asambleísmo espontáneo. Cada vez son más frecuentes este tipo de reuniones que tienen más de catarsis que de otra cosa. Por eso son tan necesarias. Se discute qué hacer. Tenemos que hablar con las nuevas autoridades, sugiere uno. Si vamos solos va a ser peor, hablemos antes con el gremio. Opción descartada: el gremio ya arregló con el gobierno. Estamos solos. Una compañera que votó por el cambio intenta tranquilizarnos: acá no van a echar a nadie. Nosotros no somos ñoquis. No se lo digo, pero es la primera reunión a la que viene, signo elocuente de que su preocupación va en aumento y a contramano de sus palabras.
Ahí adentro, las ocho horas no se consumen fácilmente. Terminada la reunión, intento concentrarme en un documento en el que trabajo desde hace meses. Cada nueva palabra que escribo es un triunfo frente a la desesperación que me provoca pensar que no va a servir para nada, que seguramente no les interese y que me van a rajar, a mí y a muchos de mis compañeros.
Me vienen a buscar para ir a almorzar. Les digo que no puedo: ya quedé con un amigo. Mentira. Pero prefiero abstraerme al menos por un rato del microclima en el que estamos. Sigo con mi informe y, de a momentos, hasta siento que vuelvo a disfrutar lo que hago. Quizás les interese. Es un buen laburo, con muchos datos. Les puede servir para mejorar el Estado, que es supuestamente lo que buscan.
Solo el teléfono quiebra esa armonía. Es mi mejor amigo, que en pocos meses va a ser padre. Me cuenta, riéndose, que vienen de ver la ecografía y que pudieron intuir un poco lo que será Sofía. Es una locura, me dice, y me río. Agotado el tema, se produce un silencio que se me hace largo e incómodo, y que espero que él rompa. No quiero ser yo quien saque el tema, pero tampoco me surge hablar de otra cosa. La pregunta no llega. Cuando cortamos, pienso que fue mejor así: no me quiere preocupar más de la cuenta, además, en concreto, no hay novedades; solo rumores. Mejor que no me haya preguntado.
Intento seguir con lo mío. Pero no pasan ni cinco minutos cuando tocan la puerta y entra un pibe que no vi nunca. Carpetita en mano, me pregunta buena onda ¿cuántos son en esta oficina? Tres. ¿Y en la de al lado? Dos. Gracias, me dice, y se va. ¿Control de asistencia? ¿O estarán haciendo la lista de despidos para el día siguiente? Cuando vuelven, les cuento a mis compañeros. Están calculando las cabecitas que van a cortar, dice uno entre risas como para aflojar un poco la tensión.
Las dos oficinas, una al lado de la otra y comunicadas por una puerta interna, quedan sumidas en un pesado silencio. Nadie habla. Pero tampoco se escucha el ruido de los teclados. Pienso que están todos en la misma que yo. Con la mirada anclada en la PC como excusa, pero la cabeza perdida en el vacío. Calculando posibilidades, escenarios, alternativas.
El silencio se rompe definitivamente con la entrada del pibe de la carpetita, que está de regreso. Esta vez, entra sin pedir permiso y viene acompañado de dos empleados de mantenimiento. Los vamos a juntar, suelta como orden. Cinco en una oficina en donde tres ya entrábamos apretados. Los de mantenimiento ayudan con la mudanza. Está todo listo. Falta conectar mi PC, dice uno de mis compañeros. Revisan y no hay más enchufes. Tratamos, aunque sin éxito, de solucionar en ese momento el problema. Sabemos que el “trámite del enchufe” puede durar días y hasta meses en épocas de cambio de gobierno, y más cuando hay intención de “purificar” el plantel.
Cuando se van, quedamos los cinco o, mejor dicho, cuatro y uno sin computadora. No lo decimos, pero estoy seguro que cada uno está haciendo interiormente el parte del día, como en una guerra en la que nos tienen sitiados y está a punto de culminar. No registramos bajas, pero sí heridos.
Mañana será otro día, ¿igual que este o peor?