No es difícil caer en la tentación de comparar lo sucedido el último jueves por la noche y las manifestaciones de diciembre de 2001. El ruido de las cacerolas parece evocar un mismo sentimiento de un sector de la sociedad acéfalo de representación política. Este tipo de interpretación ha gozado de un extendido consenso en los últimos días, no solo entre quienes se oponen al gobierno nacional.
El argumento, a priori, parece razonable. Las elecciones de 2011 habrían puesto de manifiesto que cerca de la mitad de la población (exactamente el 46%) no encuentra un dirigente o partido político que represente cabalmente sus intereses. Por fuerza, entonces, debe recurrir a métodos de acción directa, como las manifestaciones y cacerolazos, organizados además a través de las redes sociales, en forma autónoma y sin intermediarios. El corolario de este tipo de análisis es que el mensaje de la reciente protesta no interpela tan solo al gobierno nacional, sino también -y en lo fundamental- a la dirigencia opositora.
Me permito en estas líneas discrepar con este estado de la cuestión. Las diferencias entre 2001 y los hechos actuales son profundas. Ante todo, por la composición social de los manifestantes. Es simplista equiparar ambos sucesos ante el arrebato empirista e irreflexivo de comprobar que nuevamente la clase media se ha erigido en protagonista. Esta categoría social, difusa y heterogénea, utilizada sin otra adjetivación ni precisión ulterior implica omitir, entre otras cuestiones relevantes, los cambios en el contexto socioeconómico que median entre un período y otro. Las altas tasas de desocupación e informalidad, la pauperización y flexibilización en las condiciones laborales, y una persistente crisis económica, constituyeron algunos de los flagelos sociales que acosaron a la clase media por aquél entonces, y que sumados al corralito y al estado de sitio, motivaron su entrada en escena en diciembre de 2001. No es casual que los sectores medios movilizados en aquellas circunstancias hayan forjado vínculos de solidaridad con los movimientos de desocupados. La falta de trabajo, en esencia, confirió sustento material a aquella unidad en la acción, simbolizada por “piquete y cacerola, la lucha es una sola”.
No es necesario idealizar las actuales circunstancias sociales y económicas para advertir que la situación del país resulta diferente a la del fin de la convertibilidad. Al menos así parecen haberlo internalizado amplios sectores de trabajadores y de sectores medios, que no estuvieron presentes en los cacerolazos últimos, y que en forma mayoritaria, han votado por el gobierno nacional en la última elección. Ello explica, en alguna medida, el carácter más restringido y selecto, en cuanto a su composición social, de quienes hicieron sentir sus cacerolas el pasado jueves, en comparación con 2001. Sin poder respaldar estas afirmaciones con el rigor científico que merecen, lo dicho se encuentra en plena concordancia con el contenido de las demandas principales vertidas por los manifestantes, en las que las reivindicaciones de carácter social brillaron por su ausencia. En tal sentido, aquél cartel en manos de una señora que rezaba “En Barrio Norte también tenemos hambre”, parece por partida doble sacado de contexto.
Otra diferencia importante entre 2001 y los hechos actuales puede ser apreciada desde un punto de vista político-electoral. Cabe recordar que el estallido social de principios de siglo fue el resultado de un largo y complejo proceso de desencanto político. Circunscribiéndonos a los años ’90, la corrupción menemista, el pacto de Olivos, la frugalidad del FREPASO como opción renovadora, y la obstinación de la Alianza en incumplir parte del mandato popular por el que había sido elegido, aparecen como antecedentes fundamentales de dicho proceso. A esta sucesoria de acontecimientos, se agregan el voto bronca de 2001 y los pocos reflejos del por entonces elenco gobernante para interpretar el sentir ciudadano. Diciembre de 2001, en tal sentido, fue el punto culminante; en rigor, el estallido de un amplio sector de la sociedad hastiado tras haber recorrido un largo camino de frustraciones y defecciones sin encontrar respuestas por parte del sistema político. Es comprensible, en aquel entorno, la irrupción de diversos métodos de acción directa (manifestaciones, asambleas barriales, piquetes, etc.), y el célebre lema predominante, “Que se vayan todos”. Síntesis perfecta, por tanto, de una profunda crisis de representación política.
Los hechos actuales, por el contrario, se enmarcan en una coyuntura política diametralmente opuesta. El gobierno nacional ha obtenido recientemente un amplio respaldo electoral, que no solo confirió el poder decisorio para un nuevo período presidencial, sino que en cierta forma, avaló lo actuado en los ocho años anteriores. Aun aceptando que la realidad política es dinámica, y que en las actuales democracias modernas (regidas para muchos por “la opinión pública”) los gobiernos no solo deben tener una legitimidad de origen sino también de ejercicio, no parece un dato irrelevante constatar que los niveles de aprobación ciudadana a la actual gestión presidencial se ubican en valores superiores, en promedio, al 50%, incluyendo en estos cómputos aquellas consultoras libres de toda sospecha de ser oficialistas.
Reunidos en esta forma sucinta los elementos diferenciales entre 2001 y los cacerolazos actuales, es posible rechazar el argumento según el cual existe en la actualidad un vasto sector social -el 46% de los electores- que carece de representación política. Sin negar lo evidente, esto es, la existencia de una marcada polarización en la sociedad argentina cuyo clivaje es kirchnerismo-antikirchnerismo, debiera admitirse también el carácter desigual de los dos polos en disputa. El anti-kirchnerismo, al menos en su versión más extrema, es un sector minoritario, cuyos representantes políticos han obtenido magros desempeños en términos electorales. Así, a diferencia de la situación de 2001, la recurrencia al método de acción directa se vincula con la intolerancia de este sector en aceptar los preceptos más elementales de la vida democrática, entre otros, el respeto a la voluntad popular mayoritaria. El grito de protesta del miércoles, “Yo no la Voté”, ratifica lo obvio, que quienes estaban en la Plaza ese día, no son parte del 54%, es decir, son una minoría. No por casualidad las manifestaciones más intensas se produjeron en algunos de los grandes centros urbanos, tradicionalmente refractarios al kirchnerismo. Justamente en base a esta localización geográfica de las protestas, y con los antecedentes electorales consabidos, difícil es sostener que estos sectores se encuentran sin representantes. Ilustración de ello es el amplio respaldo electoral recibido por el actual jefe de gobierno en el ámbito porteño.
Esta lectura alternativa corroe la imagen según la cual amplios sectores sociales descontentos con el actual gobierno y acorralados por la ausencia de liderazgos opositores se lanzaron a las calles a manifestar democráticamente sus reclamos. Más bien, se trata de una minoría intensa, fervientemente anti-kirchnerista, e intolerante para aceptar el lugar que las actuales correlaciones de fuerza les ha otorgado, ser minoría. Tal lectura se condice con el espíritu antidemocrático que sobrevoló en la movilización del jueves, más allá del velo que demandas inespecíficas e inorgánicas puedan interponerse en su esclarecimiento. En efecto, el lema principal de la marcha, a contrapelo de la voluntad popular expresada en las urnas, fue el de decir “basta a este gobierno”, y ello se expresó del modo más violento y sarcástico en el grito de guerra dirigido contra la Presidenta: “Andá con Néstor”.
En definitiva, los hechos recientes manifiestan la impotencia de un sector minoritario e intensamente anti-kirchnerista en construir un proyecto político que cautive a las mayorías necesarias para llegar al poder. Compleja y difícil encrucijada se presenta entonces para aquellos líderes opositores que pretenden ampliar sus bases electorales de sustentación, pues este sector radicalizado representa un serio obstáculo en procura de ese objetivo.